martes, 3 de febrero de 2015

De por qué necesitamos que las palabras nos maten

De por qué necesitamos que las palabras nos maten

“La verdad es una hueste en movimiento de metáforas, metonimias (…), una suma de relaciones humanas que han sido extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes” Nietzsche
                                                                                                        
La sociedad escoge la palabra adecuada para calificarnos –a nosotros, a nuestras relaciones y aspiraciones- sin importarle que las posibilidades sean infinitas: no hay una persona igual que otra (ni una relación igual que otra), pero a todas las metemos en el mismo saco.
El lenguaje nos ayuda a comprender el mundo; necesitamos las palabras para entendernos entre nosotros. Si no pudiéramos hablar, la comunicación sería mucho más difícil. Podemos definir fácilmente las cosas que entendemos: todos sabríamos explicar lo qué es una sopa de verduras. En cambio, ¿quién se atreve a definir, por ejemplo, el amor? ¿o el miedo a la muerte? ¿o la soledad? ¿o el egoísmo?

De por qué nadie debería definir el amor

Quizá el problema resida en que, como no somos capaces de explicarlo, aceptamos lo que nos dicen. Así, vivimos con ideas recogidas de la religión, de la sociedad –con todas las influencias que cada tipo de sociedad recibe-, de las películas y, en definitiva, de personas que nada tienen que ver con lo que somos.
El amor verdadero, dicen, es aquel que sobrevive a todos los conflictos y que dura –o al menos debemos recordarlo- toda la vida. La persona amada es aquella sin la que no concebimos la felicidad. Pues bien, es mentira: el amor, en el momento que creemos sentirlo, ya es verdadero. Y nadie es imprescindible. 
No deberíamos creer en las palabras y en las afirmaciones categóricas a menos que vayan acompañadas de un “En realidad es más complicado” o un “Tampoco yo lo entiendo” Todo porque las palabras solo intentan explicar lo que nunca entenderemos.
Es cierto que las cosas parecen más reales –y más simples- si les ponemos nombre. Y así, interiorizamos normas como estas: “somos novios porque nos queremos mucho”; “no etiquetamos la relación porque tenemos miedo al compromiso”; “las relaciones a distancia salen mal”; “las parejas que no están en serio no funcionan”; “¿cómo vas a quererlo si lleváis unos pocos meses?”; “debiste quererlo mucho porque estuvisteis muchos años juntos”…
Me asusta que la sociedad tenga que juzgar mi manera de querer en función de unas reglas que ellos mismos establecen. El amor es algo tan relativo que en un momento puedes creer sentirlo y al cabo de un tiempo estar seguro de que no existió. Y puedes querer a alguien con la misma intensidad –en un momento concreto- que a otra persona con la que quizá pases toda la vida.
No creo en el amor de mi vida. Sí creo que habrá una persona que te marcará más que las demás. Pero puede que no sea con la que pases más tiempo, ni siquiera a la que más hayas querido en términos absolutos. Creo en los amores de mi vida –y seguramente uno de ellos sea mi madre- a los que habré querido de mil maneras distintas.

La apariencia bien organizada: el caos va por dentro

No es que nadie te entienda. Es que nadie debería intentar entenderte. Hay cosas que están hechas para verlas, disfrutarlas, amarlas. Así, el arte, el amor, la belleza…
El amor tranquilo; la rutina. El amor en guerra y esa persona con la que nunca podrás estar pero por la que te vas a hacer añicos una y mil veces. El amor cobarde. El que no comenzó… Vosotros podéis meterlos en los sacos que queráis. No os pido que dejéis de ponerle nombre a las cosas. Yo tampoco lo voy a hacer. Lo único que quiero es que no perdamos lo que diferencia a cada persona y a cada relación por atribuirle una etiqueta.
Necesitamos las palabras para comprender el mundo, aunque la realidad tenga muchos matices que el lenguaje no puede reflejar. A lo único que contribuyen las etiquetas es a tener la apariencia bien organizada: el caos va por dentro. Las palabras nos matan. Pero necesitamos que lo hagan.