De por qué necesitamos que las palabras nos maten
“La verdad es una hueste en
movimiento de metáforas, metonimias (…), una suma de relaciones humanas que han
sido extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un
prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes” Nietzsche
La sociedad escoge la palabra adecuada para calificarnos –a
nosotros, a nuestras relaciones y aspiraciones- sin importarle que las posibilidades
sean infinitas: no hay una persona igual que otra (ni una relación igual que
otra), pero a todas las metemos en el mismo saco.
El lenguaje nos ayuda a comprender el mundo; necesitamos las
palabras para entendernos entre nosotros. Si no pudiéramos hablar, la
comunicación sería mucho más difícil. Podemos definir fácilmente las cosas que
entendemos: todos sabríamos explicar lo qué es una sopa de verduras. En cambio,
¿quién se atreve a definir, por ejemplo, el amor? ¿o el miedo a la muerte? ¿o
la soledad? ¿o el egoísmo?
De por qué nadie debería definir el
amor
Quizá el problema resida en que, como no somos capaces de
explicarlo, aceptamos lo que nos dicen. Así, vivimos con ideas recogidas de la
religión, de la sociedad –con todas las influencias que cada tipo de sociedad
recibe-, de las películas y, en definitiva, de personas que nada tienen que ver
con lo que somos.
El amor verdadero, dicen, es aquel que sobrevive a todos los
conflictos y que dura –o al menos debemos recordarlo- toda la vida. La persona
amada es aquella sin la que no concebimos la felicidad. Pues bien, es mentira: el amor, en el momento que creemos
sentirlo, ya es verdadero. Y nadie es imprescindible.
No deberíamos creer en
las palabras y en las afirmaciones categóricas a menos que vayan acompañadas de
un “En realidad es más complicado” o un “Tampoco yo lo entiendo” Todo porque las
palabras solo intentan explicar lo que nunca entenderemos.
Es cierto que las cosas parecen más reales –y más simples- si
les ponemos nombre. Y así, interiorizamos normas como estas: “somos novios
porque nos queremos mucho”; “no etiquetamos la relación porque tenemos miedo al
compromiso”; “las relaciones a distancia salen mal”; “las parejas que no están
en serio no funcionan”; “¿cómo vas a quererlo si lleváis unos pocos meses?”; “debiste
quererlo mucho porque estuvisteis muchos años juntos”…
Me asusta que la sociedad tenga que juzgar mi manera de
querer en función de unas reglas que ellos mismos establecen. El amor es algo
tan relativo que en un momento puedes creer sentirlo y al cabo de un tiempo
estar seguro de que no existió. Y puedes querer a alguien con la misma
intensidad –en un momento concreto- que a otra persona con la que quizá pases
toda la vida.
No creo en el amor de mi vida. Sí creo que habrá una persona
que te marcará más que las demás. Pero puede que no sea con la que pases más
tiempo, ni siquiera a la que más hayas querido en términos absolutos. Creo en
los amores de mi vida –y seguramente uno de ellos sea mi madre- a los que habré
querido de mil maneras distintas.
La apariencia bien organizada: el caos
va por dentro
No es que nadie te entienda. Es que nadie debería intentar
entenderte. Hay cosas que están hechas para verlas, disfrutarlas, amarlas. Así,
el arte, el amor, la belleza…
El amor tranquilo; la rutina. El amor en guerra y esa persona
con la que nunca podrás estar pero por la que te vas a hacer añicos una y mil
veces. El amor cobarde. El que no comenzó… Vosotros podéis meterlos en los
sacos que queráis. No os pido que dejéis de ponerle nombre a las cosas. Yo
tampoco lo voy a hacer. Lo único que quiero es que no perdamos lo que
diferencia a cada persona y a cada relación por atribuirle una etiqueta.
Necesitamos las palabras para comprender el mundo, aunque la
realidad tenga muchos matices que el lenguaje no puede reflejar. A lo único que
contribuyen las etiquetas es a tener la apariencia bien organizada: el caos va
por dentro. Las palabras nos matan. Pero necesitamos que lo hagan.